¿Cuántos de los que están leyendo esto han babeado compulsivamente viendo las estanterías de los móviles de última generación? Yo, muchísimas veces. Aunque tengas el mejor móvil posible, una semana después lo mirarás y descubrirás que ya no es lo mismo, que la versión “S”, o la “2”, o lo que sea, ha incorporado algo que realmente “ne-ce-si-tas”, y te hubieras gastado unos pocos euros más en poder tener “eso” en tus manos.
Cada vez queremos más en nuestros móviles, y no quiero que esto parezca un alegato a la sociedad de consumo. No, no voy a hablar de la crisis y del dinero que nos hemos gastado sin tenerlo. Si estás leyendo esto, tu índice de frikismo (no sé si se mide como los midiclorianos) es suficiente como para que me entiendas.
Para poder saber si un móvil es más chulo que otro, hay una serie de características básicas que establecen una clara escala. Entre otras, más secundarias, está la resolución de la pantalla y su tecnología, la duración de la batería, el peso del aparato y las aplicaciones con las que pueda funcionar. Y, curiosamente, cuando se compara tu nuevo móvil con el de un amigo, parece un juego de “piedra, papel, tijera”, en el que cada uno piensa que es mejor una pantalla más grande, el otro, que si tiene uno más ligero… Y ganan siempre ambos.
Pero hay pequeños detalles que aunque no creamos que son importantes, a la hora de elegir un móvil nos influyen pero reducen drásticamente la seguridad del aparato. Por ejemplo, el gran invento del NFC. Es una característica muy buena, por supuesto, nos puede servir para muchísimas cosas, pero ¿cuántos de los que disponemos de móviles con lectores NFC lo hemos utilizado? O, por lo menos, lo hemos utilizado para algo útil más allá de probarlo un par de veces y presumir ante los amigos. Al menos en España, reconozcámoslo.
¿Somos conscientes del peligro que entraña el tener en nuestro bolsillo un lector NFC? A ver, niños, no leáis esto: se podría aprovechar la tecnología NFC para hacer estragos en terminales móviles dentro del metro en hora punta. La idea está lanzada.
Cuando se empieza a pensar en la seguridad de los móviles, hay veces que añoro el Nokia 3210. Si se pudiera jugar al Angry Birds en su pantalla de 84 x 48 píxels… Allí no había problemas ni de NFC ni de conexiones Bluetooth ni de Wi-Fi… Así que mejor uno de última generación. Conectividad a tope (menos infrarrojos, que está pasado de moda), eso sí, desactivadas para evitar problemas. Aplicaciones para hacer de todo, pero revisadas por el antivirus. Acceso protegido con una contraseña de las buenas, no el nombre de mi perro (que no tengo). Así da gusto haberse gastado unos cientos de euros, sabiendo que estoy seguro y protegido. Porque, por supuesto, el app de Facebook, Twitter, Whatsapp, Linkedin, Instagram, 4square y otras no almacenan mi contraseña, y si pierdo o me roban el teléfono tengo un sistema antirrobo que bloquea y me localiza el teléfono.
Iluso de mí. “Hay gente pa tó”, como dijo “El Gallo”. Cuando crees que lo has visto todo, un grupo de investigadores ha conseguido acceder a la memoria de un teléfono congelándolo. Si se deja el móvil durante una hora a -10º C, se elimina la batería y se vuelve a conectar, el teléfono pasa a estar en un estado vulnerable, pudiendo accederse a los datos de la memoria. Una vez conseguido el acceso, ya se pueden analizar en un ordenador distinto.
El problema parece venir del tiempo que tardan en borrarse los datos de la memoria. A temperatura “normal”, los datos desaparecen a una velocidad “normal”, pero al estar los chips de memoria congelados, tardan muchísimo más en desaparecer, con lo que puede accederse a ellos al resetear el teléfono “a lo bruto”, simplemente retirando la batería.
Nunca podremos afirmar que nuestra “máquina de twittear” es todo lo segura que pensábamos. Pero eso sí, ¿pensábamos que era segura? Si el PIN de la tarjeta es de cuatro cifras y encima es la fecha de nuestro cumpleaños, mal empezamos.
Fernando de la Cuadra
@ferdelacuadra