La protección de los datos personales es una de esas entelequias de las que podríamos hablar durante muchos más gigas de los que nuestra ADSL permite. Unos quieren protegerlos, otros espiarlos, y nosotros… ¿Nosotros, qué?
Para nosotros la protección de los datos es como el tiempo para San Agustín de Hipona. A él se le atribuye la frase: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé.” Es decir, nosotros, en nuestro fuero interno, tenemos muy claro qué queremos proteger de nuestros datos, pero si nos lo preguntaran, lo tendríamos muy complicado para dar una respuesta coherente.
Y la complicación viene dada por las redes sociales. En ellas volcamos tal cantidad de información que podemos estar exponiendo nuestra vida muchísimo más allá de lo que queremos realmente.
Cualquier persona desconocida para nosotros podría saber muchísimas cosas de nuestra vida únicamente echando un vistazo a nuestros Tweets, nuestra página de Facebook… Y sin demasiado esfuerzo. No, no son exageraciones.
Un cómico estadounidense, Jack Vale, ha hecho un curioso experimento que debería hacernos reflexionar. El vídeo que viene a continuación es sorprendente, aunque nos despierte una sonrisa.
¿Qué tal? ¿Os ha gustado? Si ahora os preguntan “¿qué datos personales deben protegerse?”, ¿cambiáis de opinión? Ya no es que nos espíen, es que estamos dando nuestros datos de manera inconsciente.
El problema es de muchos órdenes de magnitud superior si estos datos son de menores. Los menores imitan todo lo que ven, y si sus padres twitean todo, ¿por qué ellos no? ¿Por qué no van a poder dar los mismos datos que sus padres? Bueno, vale, se supone que somos adultos y que tenemos uso de razón. Mucho suponer, pero como hipótesis de trabajo, lo aceptaremos.
Los que tenemos ya unos cuantos años, somos capaces de discernir si lo que publicamos es adecuado o no. La barrera está muy clara: los que publican más información que nosotros (y me incluyo) son unos descerebrados, y los que publican menos, unos histéricos. Clarísima la barrera, por supuesto. Y esa barrera es como el culo: cada uno tenemos uno y, a veces, apesta.
Y ese límite queremos que sea para los demás. Francamente, a mí no me apetece que nadie pueda saber en cualquier momento dónde estoy. Si el sábado pasado que me quedé en casita tan tranquilo mientras mi grupo de amigos se iba de juerga, ¿por qué tienen ellos que enterarse de mi coartada de la cena familiar? Mi teléfono móvil puede (y de hecho, lo hace) mostrar con bastante precisión dónde se encuentra en cada momento, y por ende, dónde estoy yo. Supongo que todos aquellos que me estén leyendo estarán conmigo en que eso supondría una grave violación de la intimidad.
Pero nadie se quejará de que la localización de un móvil pueda suponer una prueba fundamental en el juicio contra un asesino. Ahí a todos nos congratula que el móvil pueda ser rastreado. Que sí, que os estoy oyendo gritar: esa información solamente la puede pedir un juez, en determinadas circunstancias. Pero de hecho, está almacenada en algún sitio, esperando que un juez descubra que no me fui de cañas el sábado, sino que me quedé en casa.
Y no hace falta remontarnos a la tecnología más puntera para poder localizar a una persona y saber sus gustos y costumbres. Basta con hacerle socio de un programa de fidelización. Cada tarjeta de puntos que usamos en un establecimiento ofrece una cantidad ingente de datos sobre nuestras compras, nuestro poder adquisitivo o nuestra localización geográfica. Esos datos bien estudiados permiten hacer un completo perfil de nuestros hábitos de consumo y orientar acciones de marketing con un éxito considerable. Pero, eso sí, que no nos hablen de adware, que nos parece una violación de la intimidad.
Queremos que nuestra información personal esté muy protegida, pero nosotros la damos prácticamente gratis. Y eso sale caro, muy caro.